Duermen las ciudades. Murmullos invisibles de insectos nocturnos. El maullido de un gato. Y en medio de todo, yo y mi insomnio, abrazados bajo la sábana por segunda noche consecutiva. Achaqué al calor la falta de sueño la primera noche; dos veces, no puedo. Seco el sudor de mi frente, y doy la enésima vuelta, presa de la ira.
Hace muchos años alguien plasmó en forma de óleo sobre tabla este mismo momento.
A mi izquierda, la noche plácida ampara a quienes buscan descanso, y les ofrece su negro regazo: el paraíso.
A mi derecha se desata una guerra de locos; gritos, luces, falta de respeto. La enfermedad diagnosticada y la que está por diagnosticar: el infierno.
Doy por hecho que mi habitación es el mundo, triste y oscuro, sin esperanza. Donde nada cambia, donde nada prospera. Donde la apariencia supera a la realidad, y nos encamina hacia la perdición.
De tuin der lusten.
Las tres y media. El agotamiento se apodera de mí, y mi estómago es recorrido por calambres.
Sé que en algún momento perderé la consciencia. Y cuando suene el despertador, me levantaré y lavaré mi cara, como tratando de borrar de ella los signos de la fatiga. Y afrontaré el día con las mismas ganas de siempre, mas mermadas las fuerzas. Las cuatro menos cuarto. No sé cuánto más podré aguantar. Puedo oir los segundos huir, salir corriendo y escapar en la oscuridad. Cierro los ojos, y empiezo a desvariar.
Flota en mi mente una pregunta. ¿Cuánto más podré aguantar?
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